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miércoles, 24 de marzo de 2010

En el viejo club del barrio quedó para siempre esa mesa pequeña de madera vieja y rechinante, el vaso de vidrio sucio volcado sobre el mantel, una botella destapada casi vacía. Un silencio que se comía hasta el último recoveco del salón principal, ya totalmente abandonado, asustaba a los pocos vecinos, que, dentro de sus casas ya no querían salir ni siquiera a la puerta, no se animaban a poner un solo pie en la vereda. Es que quien hubiera tenido el valor para asomar cabeza después de terrible episodio a pleno mediodía, en esas puertas de madera, tan abiertas para todo el barrio, tan abiertas para los chicos, para los grandes, para quien deseara divertirse, hubiese sido víctima del terrible acoso de la soledad. Parece mentira, tanta vida antes de esos coches, antes de esas armas, tanta gente. Ellos se habían comido un pedazo de historia, un pedazo de vida de esta sociedad, habían arrancado a golpes a la gente del club, a chicos y grandes que pasaban la tarde noche del domingo. Y no se supo de ellos nada más, nadie supo, nadie preguntó y nadie develó el misterio de su desaparición. Se acabó.

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