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lunes, 3 de agosto de 2009

En un día poco común comencé las clases nuevamente. El colegio siempre igual, siempre roto, siempre sucio, siempre el lugar menos propicio para estudiar. Sin baños de hombres, por lo que se improvizó un baño de mujeres para que nosotros podamos usar. Sin estufas, sin ventanas todavía, con parches en ventanas y con las mismas obras que siempre, volví a los pasillos del normal como si nada hubiera pasado. Como si fuera un día más. Pero lo que lo hace poco común, es que, a pesar de la monótona sensación de que nada había pasado, tuve una historia que duró un mes y que fueron mis vacaciones, llena de anécdotas, secretos, nuevas sensaciones, nuevas emociones, cosas buenas, cosas malas, cosas muy buenas, cosas insoportables. Esto hizo que me sintiera, dentro de lo que el sueño me permitía, un tanto raro. Tenía mucho para decir, y a la vez no sentía la necesidad de decir nada, quizás porque no encontraba el lugar, o quizás porque no sentía en absoluto que lo adecuado fuese ponerme a hablar de mis historias, de mis vacaciones.

Si bien todo fue muy rápido, el primer día escolar se pasó volando, y lleno de actividades, sentí la fuerte necesidad de terminarlo. Necesitaba volver a este orden, pero necesitaba ordenarme. Comenzamos la parte más difícil del año. A levantar.

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